Pocas cosas encuentro más placenteras que una ducha de agua caliente. Esos quince minutos sin teléfono, sin música, sin conversaciones, sin más ruido que la lluvia golpeando el suelo de la bañera. Los ojos cerrados, el aroma frutal del gel flotando en el ambiente, el calor húmedo que penetra por todos los poros. Y el agua que se lleva la suciedad, el estrés, el esfuerzo, el sueño de la mañana, el cansancio del día, las ansiedades, los enfados, los pensamientos negativos.
La mente se queda vacía, limpia, preparada para volver a recibir una nueva tanda de información, de reflexiones y de sueños. El tiempo se para mientras mecánicamente repito el ritual diario. Paso a paso, sin saltarme ninguno, sin alterar su orden. Como si todo dependiera de mantener esa constante.
Hasta que, entre los pensamientos nuevos, se cuela la conciencia ecologista y me digo que daría cualquier cosa por poseer, en ese momento, la cascada de Escher. Pero le doy esquinazo al placer y sin pensarlo dos veces abro el grifo del agua fría. El cuerpo se contrae, los poros se cierran, la respiración se para, la piel se amorata. Un poco más, un poco más, ya casi está, ya está. Apago el grifo y cojo la toalla esponjosa y me envuelvo en ella. La sangre circula de nuevo por mis venas, a gran velocidad, intentando alcanzar todos los rincones abandonados. Y el calor vuelve al cuerpo. Abro los ojos. El vapor lo envuelve todo, como si estuviese en un sueño, como si tras la ducha no me esperara el trabajo, las prisas, la realidad. Menos mal que me queda el consuelo de que al día siguiente volveré a tener mis quince minutos de fantasía.
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