Hoy es lunes y aunque el día no ha sido malo, se echa de menos el fin de semana. Esos mágicos dos días (si tienes suerte y no trabajas el sábado y/o el domingo) en los que ponemos tantas expectativas para que nos saquen de la rutina aburrida del lunes a viernes. Esas 54 horas en las que da igual que tengas mil planes o no tengas ninguno, no importa si descansas como si no hubieras dormido en años o desafíes todos los límites corporales y mentales encadenando un día con otro sin pegar ojo, da lo mismo que los recuerdes a través de los años o que el martes ya no sepas en qué demonios gastaste tantas horas sin pena ni gloria. Hagas lo que hagas, el fin de semana es especial por la minúscula razón de que no tienes que trabajar.
Mi fin de semana comenzó el viernes a las seis de la tarde y con una temperatura de 22 grados. Vino Cabrilla a buscarme preguntándose qué plan loco le había preparado. Caminata hasta Baluarte (dando un inapreciable rodeo por culpa de mi aún desconocimiento del callejero de Iruña) donde nos esperaba la exposición de Clicks de Playmobil. Coste de la entrada 3€ por persona, la cara de Cabrilla cuando vio el primer diorama, con más de 2.000 figuras, no tiene precio. Se le abrieron los ojos como a un niño en el día de Reyes y comenzó a hablar sobre los clicks que tenía de niño y las horas que se había pasado jugando con ellos. Los dioramas muy currados pero con un gran pero: ¡¡¡Se tarda más de 1 hora en ver los más de 15.000 clicks ubicados en 500 m2!!! Al final puff... agobio. Las últimas muestras las vimos casi a la carrera.
Al salir le propongo ir a cenar a un restaurante japonés en Iturrama. ¿Te gusta la comida japonesa? Pufff, no te creas, que a mí eso del pescado crudo... Venga, vaaa, que ya verás como te gusta, además, hay más cosas a parte de sushi y sashimi... Al final no se hizo de rogar y no me costó mucho convencerle.
Como tengo menos orientación que una brújula escacharrada, y como Cabrilla se dejaba llevar por mi intuición y el gps de mi lambmóvil, acabamos recorriéndonos todos los parques de la ciudad y caminando más que Kung Fu en el desierto. Así que cuando llegamos, finalmente, al Dragón Real, estábamos desfallecidos del hambre. ¿Qué pedir? Ensaladita de algas, una ración de sushi variado, tempura de verdura y de pescado y un poco de sashimi de atún. Y todo eso regado con una botella de vino rosado. Salimos los dos del restaurante andando en paralelo, como los cangrejos y riéndonos hasta por el color de los árboles.
El sábado, para compensar, fue día tranquilito, acabé de leer El psicoanalista (libro que se coló delante del Sueño del Celta), me puse al día con mis deberes de inglés y con temas de trabajo y me vi un par de capítulos de algunas de las series que sigo.
El viernes, en un arranque de hospitalidad, Cabrilla me invitó a comer el domingo a su casa. Te voy a hacer albóndigas, me dijo el viernes. ¿Te gusta la merluza? Me pregunta el sábado. Así que me presento el domingo en su casa con más de media hora de retraso, porque como ya he dicho no sé orientarme y... Pese a que sé que le molesta mucho la impuntualidad se mostró realmente comprensivo e indulgente. ¿Qué hay de interesante en Noáin? Pues más de lo que creía. Para empezar, el acueducto de más de un kilómetro, que fue construido en 1790 para cumplir con la función de cualquier acueducto que se precie, que no es otra que la de transportar agua de un lado para otro. El día era templado y soleado y nuestro paseo, a la vera del río Elorz, nos llevó hasta el pequeño pueblo de Imárcoain. Por el camino escuchamos a cigüeñas disfrazadas de picapinos, vimos milanos descoloridos y a abejas del tamaño de gorriones e intuimos algunas culebras y musarañas. Todo muy bucólico.
De vuelta a casa, Chef Cabrilla me sorprendió con dos platos espectaculares. Pimientos verdes rellenos de tortilla de patata y ¡¡albóndigas de merluza!! Me dijo que era la primera vez que las hacía, pero estaban tan impresionantemente buenas (no por nada le obligué a que me diera un tupper con algunas para el día siguiente) que cuesta creerlo. Tras la consiguiente botella de vino [por cierto, Cabrilla, nos vemos en A.A.] nos fuimos de paseo otra vez. Esta vez al Parque de los Sentidos. Un recogido y muy cuidado espacio donde, a través de la naturaleza, puedes hacer disfrutar a tus sentidos. El gusto a través de las verduras y hortalizas que puedes tú mismo recolectar de su huerto. El olfato con las plantas aromáticas (lavanda, tomillo, romero, menta...). La vista con los innumerables colores de las flores y con los jardines al estilo francés con setos ornamentales y fuentes gigantescas. El tacto en casi todo el parque, porque no solo no se impide tocar las plantas sino que se anima a que lo hagas. Y finalmente el oído, en el jardín japonés, donde se supone que si guardas un poco de silencio puedes escuchar el sonido del viento en los árboles, el del agua en un pequeño arroyo con cascada incluida, el de los cantos de los pájaros... La realidad es que había tanto barullo que era imposible oírse ni los pensamientos. Que si niños y adolescentes gritando, que si la música discotequera de un circo que habían puesto al lado, y sobre todo, que si el sonido de los aviones y avionetas pasando por encima todo el tiempo, porque el aeropuerto está a tiro de piedra. De cualquier forma el fin de semana fue de los de planes, descanso y recuerdos.
Qué más se puede pedir.
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