Julio se acaba y en la calle, en el trabajo, en los medios de comunicación todo el mundo habla de irse de vacaciones, de disfrutar las vacaciones, de lo cortas que le resultaron, de dónde van a ir o qué hicieron... y yo pienso que otro año más yo de lo único que podré hablar es de las ganas que tengo de cogerlas, de que otro año será y de que alguien se tiene que quedar a trabajar qué pena que sea yo. En estos momentos echo la vista atrás a aquellos años en los que viajaba y esta vez no he podido dejar de acordarme de cuando estuve en la misteriosa Isla de Pascua.
Mapa de Isla de Pascua |
Para mí, Isla de Pascua era uno
de esos lugares paradisiacos, situados en algún lugar de la Polinesia, que se
muestran en los documentales de la 2 o en el National Geographic. Uno de esos entornos
exóticos y remotos que sabes que nunca vas a visitar, así que los contemplas en
la tele con cierto interés y algo de escepticismo. El día que fui a Isla de
Pascua sentí que podía ir a cualquier sitio. En el tiempo y en la distancia.
En julio de 2006, como ya conté en su día, me fui a vivir a
Santiago de Chile, donde, con alegría, descubrí que esa pequeña isla situada en
medio del Pacífico era territorio chileno. En ese momento supe que fuera como
fuera tenía que ir a visitarla. Se acercaba el primer y único puente del año,
el de las fiestas patrias (18 y 19 de septiembre) y pregunté, entre los pocos
españoles que conocía, si alguien se apuntaba a ese viaje. Me hablaron de
Gallega, una chica que iba a estar sólo tres meses en el país y que su
sueño era visitar Isla de Pascua. Así que, en apenas 48 horas, lo preparamos
todo.
Compramos el billete de avión a
la única compañía que viaja a Isla de Pascua, Lan Chile. Debido a este
monopolio y a que sólo hay tres vuelos semanales (afirman que para preservar la
integridad de la isla, considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO
desde 1995) el precio fue bastante desorbitado. Hay dos tipos de turistas que
visitan Rapanui: los que tienen y/o gastan mucho dinero, por lo que se quedan
en hoteles de cinco estrellas, alquilan coches, contratan guías para que les
muestren todas las maravillas y secretos de la isla… y los que, como nosotras,
nos habíamos gastado casi todo el dinero que teníamos en llegar a la Isla por
lo que teníamos que economizar en la estancia. A través de otro español, que ya
había estado allí, contactamos con Pecas, un chico que trabajaba en hostelería
y que nos recomendó un hostal económico, limpio y muy acogedor: el Residencial
Katarahi, propiedad de El Pilo, un
chileno continental, que lleva viviendo más de treinta años en la isla y que
hizo que nuestra estancia fuera realmente especial.
Para nuestra extrañeza, Pecas nos preguntó si podíamos llevarle champú y algo de comida enlatada. Más tarde
nos enteramos del porqué de su peculiar petición.
No sé si el nombre de El ombligo del mundo está bien elegido
para denominar a esta isla, pero lo que sí que es verdad es que, como dicen en
el altiplano, este trozo de tierra de no más de 23 km de largo y 11 km de
ancho, está donde el diablo perdió el poncho. Se encuentra a 3700 km de Chile
continental y a 4.000 km de Tahití y el tiempo de vuelo desde Santiago de Chile
es de unas cinco horas. Desde el momento en el que llegué hasta el que me
marché, la sensación de estar aislada, en medio de la nada, se pegó a mí como
un chicle en la suela de un zapato.
Vista de Hanga Roa |
Cuando aterrizamos en Hanga Roa,
capital y única población de la isla, en la que habitan entre 3.500 y 3.800
personas incluidos los turistas itinerantes, nos estaban ya esperando El Pilo y Pecas con un par de collares
de vistosas flores exóticas como regalo de bienvenida. A pesar de que era febrero, el mes de lluvia, el cielo estaba encapotado y apenas vimos el sol
durante nuestra estancia. Afortunadamente el tiempo siempre es cálido, con
temperaturas de alrededor de 20o.
En apenas un par de minutos
llegamos al residencial, donde sólo se hospedaban tres personas más. Fuimos a
dar una pequeña vuelta por el pueblo y llegamos a la Playa Pea, una minúscula caleta rodeada de palmeras y con un moai
(gran escultura de piedra de origen incierto) flanqueando la entrada. En sus
alrededores vimos unas construcciones de piedra circulares, como si fueran
pozos, que según nos explicaron, eran pequeños huertos. El viento que viene del
mar es tan fuerte y el salitre tan invasivo que fortificar los cultivos parece
que es la única forma de conseguir que te crezca algo.
Por la tarde, El Pilo se ofreció a llevarnos a Maunga Terevaka, la zona más alta de la
isla situada a 511 m. de altitud. Una colina donde se ve prácticamente toda la
isla, y donde a Galileo no le habría costado nada demostrar que la tierra es,
efectivamente, esférica. En la bajada paramos en Ana te Pahu, también conocida como la cueva de los plátanos, donde
nos contaron que en época de guerras, entre tribus rivales, la población civil
(mujeres, niños y ancianos) se refugiaba allí para no ser aniquilada.
A la hora de la cena, El Pilo nos agasajó con un asado
dieciochero (la comida típica de estas fiestas) muy humilde, aunque sabroso. Comenzamos
a descubrir otra cara de la isla, la que es difícil llegar a ver desde una
suite de un hotel de alto standing. La economía de la isla depende del turismo (directa
o indirectamente) y los habitantes locales lo saben. Por esa razón, los
rapanuis se han asegurado de que todo lo que el turismo deja en la isla lo
gestionen los autóctonos, y lo han conseguido impidiendo que aquellos que no lo
sean puedan ser propietarios de las tierras, y por lo tanto, de los complejos
hoteleros. No hay ni agricultura ni ganadería y la pesca existente (maravillosa,
por cierto) es totalmente artesanal. Con estos antecedentes no es difícil
imaginar que todo aquello que la isla no produce (o sea, cualquier producto
manufacturado, energía, alimentos perecederos salvo pescado, productos de ocio,
etc…) se traiga en barco desde el continente.
Según me contaron, todos los
productos que llegan pasan por una asamblea de líderes locales que lo reparten
entre los habitantes. Primero nutren a los alojamientos hoteleros, después a las
familias rapanuis y, por último, a los habitantes de fuera de la isla que viven
allí. El mar estaba picado desde hacía
casi una semana y el barco, que llevaba todas las provisiones, no podía recalar
en el puerto de Hanga Roa. Los supermercados estaban prácticamente sin
existencias, los pequeños restaurantes locales también, las viviendas no tenían
ya gas y apenas había gasolina para los coches. Los turistas de los grandes
hoteles no carecían de nada de eso, pero no fue difícil entender por qué Pecas nos había pedido que le lleváramos, del continente, champú y pasta de dientes
ni porque El Pilo sólo podía hacer un
asado con un par de pechugas de pollo.
Ahu Akivi |
Por la noche fuimos al hotel
Manutara a ver una representación del ballet Kari Kari, una agrupación local
que ha viajado por todo el mundo deleitando con vistosos bailes pascuences. Los
hombres con taparrabos, calentadores de cáñamo, tocados de plumas en la cabeza
y tatuajes iconográficos, hechos con tinta negra, por todo el cuerpo. Las
mujeres con faldas y sostenes de plumas y pulseras en los tobillos. Bajo el son
de los kehos (tambores de piedra), los hios (flautas de bambú), los ukeleles (pequeñas
guitarras) y las kauahas (mandíbulas de caballo desecadas que se golpean contra
la mano) las mujeres se movían sinuosas, seduciendo con su cuerpo y los hombres
con ritmos agresivos y poderosos. No todos los bailarines eran rapanui, y aunque
en ese momento no sabía por qué, los movimientos de los continentales rompían
el embrujo del baile.
En los hoteles de la isla
habitualmente los tours se hacen por las mañanas dejando a los turistas libres
las tardes para descansar y comprar artesanías en Hanga Roa. Nosotras decidimos
hacerlo al revés, para poder disfrutar de los misterios de la isla con más
tranquilidad. Los colgantes, moais, figuras y prendas de ropa habituales del
mercado de artesanía están hechos con conchas, huesos, piedra, trozos de madera
y cáñamo. Los rapanuis están acostumbrados al regateo, pero tengo que admitir
que el furor regateístico de los españoles es demasiado agresivo para estos
tranquilos lugareños.
Además de un mercado de
artesanía, Hanga Roa tiene algunos servicios básicos. En torno a la plaza de
Policarpo Toro (marino chileno que incorporó Isla de Pascua al territorio
chileno en 1888) hay una casa de cambio, un par de oficinas bancarias con
cajero automático, lavandería, farmacia, e incluso un cine. Bien es verdad que
la única película que se puede ver en esa sala es la que dio a conocer
mundialmente la isla. Rapa Nui,
estrenada en 1994 y producida por Kevin Costner. El film hace hincapié en una
de las teorías no demostradas acerca del colapso de las civilizaciones de la
isla, debido a una guerra civil entre dos tribus (los orejas largas y los
orejas cortas) que la habitarían en el
S. XVII.
Por último, no hay que dejar de
visitar las pequeñas y bonitas cafeterías que salpican las calles
principales, donde puedes conseguir internet a precios estratosféricos y küchen
(tarta) de frutas al estilo alemán. Es curioso, pero en la isla encontré a
varias mujeres de mediana edad europeas que se enamoraron de un rapanui en su
viaje y decidieron quedarse y regentar un residencial o un cyber-café.
Nuestro tour vespertino nos
llevó, primero, al Tepito Te Henua.
Esta gran piedra redonda, que da nombre a la isla, se encuentra al borde de un
acantilado, en un lugar que, según las leyendas orales que los rapanuis se
transmiten de generación en generación, es sagrado por la energía que
concentra. El Pilo nos hizo una
prueba para demostrarlo. Puso una brújula encima de la piedra, y en vez de
marcar el norte comenzó a dar vueltas enloquecida hasta que se estropeó. La
explicación científica dice que es debido a un exceso de magnetita, pero la
verdad es que, al poner las manos encima del pedrusco sentí como si lo que había
debajo de la tierra intentara salir. Yo pensé, en ese momento, en un volcán a
punto de estallar.
Playa de Anakena con un ahu al fondo. |
La excursión continuó hasta la
playa de Anakena, a unos 20 km. de
la localidad. Una cala paradisiaca con arena blanca y fina, palmeras y un ahu
(plataforma ceremonial) con siete moais de orejas largas. El Pilo nos presentó a su madre adoptiva, una rapanui propietaria
de un chiringuito en la playa que nos invitó a un zumo de guayaba, la única
fruta que crece en la isla. Conocimos también a un grupo de chicos locales. Uno
de ellos, de apenas siete años, trepó por una de las palmeras para hacerse con
un coco, se lo dio a otro más mayor que lo abrió delante de nosotras y nos
convidó. Probablemente fuera el momento y el lugar, pero creo que es el mejor
coco que he probado nunca.
En el camino de regreso nuestro
amable guía quiso mostrarnos otro de los misterios de la isla. Paró el motor
del jeep en mitad de una cuesta que estábamos subiendo. Puso el cambio de marchas
en punto muerto y se bajó del coche. Apenas un par de segundos después Gallega y yo comenzamos a sentir que el 4x4 se comenzaba a mover, ¡hacia arriba! Al
comienzo el movimiento era apenas perceptible, pero llegó un momento en el que
el coche subía más rápido que nuestro guía que iba andando. Nunca supimos cómo
es posible que esto sucediera, pero si tenía dudas de que la isla tenía algo
mágico, en ese momento se desvanecieron todas.
Ya de vuelta en el residencial, y
antes de cenar, vino Pescador, uno de los chicos rapanuis, que habíamos conocido
anteriormente, para llevarnos a ver una puesta de sol espectacular. Subimos
hasta lo alto de una colina justo a tiempo para contemplar como el sol se
estrellaba contra el océano pacífico.
Después de cenar llegó el sobrino
de El Pilo, un lugareño que nos habló
de la vida en la isla, y nos explicó, mientras tocaba el ukelele, cómo se bailan
las danzas pascuences. En el lenguaje rapanui cada palabra tiene varios
significados, por lo que el bailarín puede interpretar la que más le guste y escenificarla
con el cuerpo. Por ejemplo, si la canción habla sobre las olas del mar, el
bailarín moverá los brazos y los hombros de forma ondulante. Según el sobrino
de El Pilo, el problema de los
bailarines continentales es que al no entender la letra de las canciones se
aprenden los movimientos sin llegar a sentirlos.
Volcán de Rano Raraku |
Nuestro último día en el paraíso
fue más intenso, si cabe, que los anteriores. Por la mañana fuimos a Rano
Raraku, uno de los cuatro volcanes –todos ellos apagados– que hay en la isla.
Este volcán, además de ser uno de los dos únicos manantiales de agua dulce que tiene
la ínsula, era utilizado, por las tribus antiguas, como cantera para construir
los moais. Hay innumerables teorías sobre la vida en la antigüedad, provenientes
de las leyendas ancestrales, de los descubrimientos de los arqueólogos y, sobre
todo, de la interpretación, por parte del etnólogo alemán Thomas Barthel, del
sistema de escritura iconográfica Rongo Rongo, encontrada en la isla en el S.
XIX.
Una de esas teorías afirma que las
esculturas representan a los reyes que gobernaban la isla, por eso se pueden
encontrar moais con distintos rasgos –sobre todo con orejas de distintos
tamaños–. Con un peso en torno a las 9 toneladas y una altura de entre 3 y 11
metros, las estatuas se trasladaban rodando, sobre troncos de madera, a los
distintos puntos estratégicos de la isla, lo que supuso la deforestación, casi
total, del ombligo del mundo. Los monolitos están colocados, en solitario o en grupos
de hasta 15 ejemplares, sobre plataformas ceremoniales (de más de un metro de
altura), llamadas ahus. Lo más curioso de los moais es que todos están mirando
hacia el interior de la isla. Dicen que así la protegían de las invasiones,
pues los navegantes, cuando llegaban cerca de sus costas, veían los grandes
monolitos y pensando que eran gigantescas personas se daban la vuelta
aterrorizados.
Moais abandonados en la ladera del volcán Rano Raraku |
Esa tarde Pescador y Agricultor, otro
de los chicos que habíamos conocido en la playa de Anakena, vinieron a
buscarnos para enseñarnos la isla. Ambos trabajaban en el SAG (Servicio de
Agricultura y Ganadería de Chile), controlando, por un lado, que las plagas de
insectos provenientes de la Polinesia no llegaran al continente americano, y
por otro, que los visitantes no se llevaran nada mineral, vegetal o animal,
pues toda la isla es una reserva natural.
Pescador, de origen rapanui, nos
contó algunos aspectos del día a día de los isleños que nos dieron una imagen
más global de la vida en ese pequeño islote. La mayoría de los habitantes han
salido de la isla en algún momento de su vida. Muchos de ellos al extranjero,
para bailar en espectáculos en distintas partes del mundo, y otros al
continente para poder estudiar en la universidad. Pero casi todos se sienten
atrapados por el embrujo de Isla de Pascua y vuelven.
Nos contó que, pese a ese hechizo,
el nivel de ansiedad por el aislamiento, que sufren los autóctonos, es tan alto que las tasas de
alcoholismo y de consumo de drogas blandas son muy altas. Asimismo, los
pascuences tienen que hacer frente al problema de la gestión de desechos. El
turismo genera demasiada basura (sobre todo no orgánica) para la capacidad de la
planta de gestión de residuos de la isla, lo que preocupa y abre el debate
sobre qué hacer para mantener la sostenibilidad medioambiental de este pequeño
paraíso.
Isla Hombre-Pájaro |
En esas reflexiones estábamos
cuando llegamos al centro ceremonial Orongo.
Único lugar de la isla donde hay que pagar para entrar. En él se encuentra el
volcán Rano Kau, la pequeña isla
hombre –pájaro y los petroglifos de animales con rasgos antropomórficos, que
hicieron volar la imaginación de algunas personas que afirman que son la prueba
de fueron extraterrestres los que hicieron los moais.
Tras una cena a base de pescados
endógenos en un restaurante local y un paseo por el puerto de Hanga Roa nos
fuimos a dormir sabiendo que, a primera hora de la mañana del día siguiente,
teníamos que coger el avión de regreso a Santiago. Con lágrimas en los ojos
aceptamos los regalos que nos hicieron nuestros amigos y nos metimos en el aeroplano
sin atrevernos a mirar hacia atrás por miedo a ser la última vez que veíamos la
isla y sus misterios.
¿Los primeros habitantes de la
isla llegaron de Tahití como dicen algunos o de Perú como afirman otros?, ¿la
población local, que en un momento llegó a superar los 20.000 habitantes, casi
desapareció debido a una guerra civil entre dos tribus?, ¿tiene una energía
especial la isla y la piedra del ombligo del mundo?, ¿te puedes sentir atraído
por los rapanuis sólo con verlos bailar? No sé si un viaje a Isla de Pascua
responde a todas estas preguntas o sencillamente genera más, pero lo que sí sé
es que Isla de Pascua cautiva, porque ya han pasado seis años desde que fui y
no dejo de pensar en volver.
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