Hace unos días, sin premeditación ni alevosía, me puse a revisar unos emails intercambiados con un antiguo amor. Ese día andaba yo con la alegría de mi parte y la autoestima subida, lo que es condición mínima para realizar tamaña osadía. Revisando las carpetas de mi correo electrónico me di cuenta de que estoy al borde de sufrir de Síndrome de Diógenes digital.
Antes de seguir, quisiera dedicarle unas líneas a la irónica persona que le puso el nombre de "Síndrome de Diógenes" a aquella enfermedad que consiste en acumular objetos sin orden ni concierto, y mucho menos mesura. Dado que el señor Diógenes pasó a la historia por vivir en un barril y no tener más de un par de cosas en propiedad, me imagino la cara del nombrador, con la ceja levantada y una sonrisilla pícara, diciendo que la acumulación desaforada de objetos y basura le recordaba a aquel paupérrimo filósofo griego.
Bueno, a lo que iba. Que este servicio, que proveen muchos servidores de correos electrónicos, de darte megas y megas de capacidad, para que puedas guardar toda la mensajería que te llega, y que mandas, sin preocuparte del espacio, está muy bien, pero es innecesario para la mayoría de los usuarios. Tengo que reconocer que correos importantes que debo guardar, pocos, pero qué puedo decir. Sabiendo que en mi buzón caben todos mis emails y los de todos mis vecinos y diciéndome que quién sabe cuándo puedo necesitar esto, pues almaceno y almaceno. Eso sí, todo muy ordenado, por carpetillas.
Una de esas carpetas era la de Profundo. A Profundo lo conocí cuando yo tenía veintidós años y la autoestima por los suelos. Él tenía treinta y dos y, ahora me doy cuenta que también tenía la autoestima en recesión, aunque en aquel entonces a mí me parecía que era el paradigma de la confianza en sí mismo. Yo aún estaba en la universidad, él trabajaba desde hacía años. Yo estaba soltera y más sola que la una, él estaba divorciándose y más solo que la una. Yo vivía en Cabo Mayor, él vivía en Cabo de Gata. Vamos, que no fue amor por colisión.
La cosa no duró mucho, apenas unos meses, pero yo, en mi atolondrada juventud, me lo tomé como si fuera mi gran y único amor, con mucha pasión, con mucho dolor. Ahora, que estoy, más o menos, en la edad que él tenía en aquel entonces, entiendo mejor sus miradas y comentarios paternalistas, condescendientes y con un puntito de envidia, de aquél que sabe que todo ese frenesí juvenil acabará pasando.
Me daba un poco de miedo revisar esos emails, pues no sabía lo que iba a encontrar en aquellos desgarrados mensajes en los que intentaba impresionarle. Algo vergonzoso y un pelín humillante, cuando menos, esperaba yo. La cosa no fue tan mal. Un poco de desesperación por sentirme querida y admirada. Una pizca de humor sardónico sobre la vida y mi propia persona. Una cucharada de cultura sin tamizar. Y un puñado enorme de pasión. No sentí vergüenza, acaso ternura, por aquella joven que pensaba que podía mover montañas, hasta que se tropezó con Profundo y descubrió que hay montañas que no desean ser movidas.
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