Hace casi seis años, cuando comencé este blog, hablé de Calcetines. Bueno, siendo fiel a la realidad, sólo lo mencioné, pues en esa época no estaba yo tan comunicativa como ahora. Eran los días antes de irme a Chile y como no me lo podía llevar le pedí a mi yaya que me lo cuidara. A mi yaya no le gustaban mucho los gatos, pero como Calcetines no tiene uñas (sí, se las quité cuando era pequeño y no, no sufre, no se cae cuando salta y sigue haciendo como si se las afilara en el sofá, así que no me fustiguéis demasiado fuerte por practicar la tortura gatuna) pues finalmente me dijo que sí.
Dos años después volví a España y fui a visitar a mi yaya. Amablemente, pero con firmeza, me dijo que ni se me pasara por la cabeza llevarme a Calcetines, porque le hacía mucha compañía y siempre estaba dándole cariños. Como yo andaba en esa época a salto de mata, decidí que con ella estaba bien y le dije que claro que se podía quedar con ella. Después me fui a Ecuador, volví de nuevo y ya le di por "perdido". Cuando iba a casa de mi yaya, me olía pero no me dejaba casi tocarle. Me rehuía.
En diciembre pasado, justo antes de navidades, mi yaya murió. Fue rápido y doloroso, para ella y para los que la queríamos, y aquí incluyo a Calcetines. Tras su muerte, el gato andaba por la casa como alma en pena, sin ganas de comer y vomitando a todas horas, así que en cuanto pude fui a buscarlo a Pucela.
Como el viaje en coche son tres horas y media hasta Pamplona compré una pastilla para que se durmiera. Calcetines tiene un sexto sentido para ciertas cosas que hasta da miedo. Una de esas cosas es saber cuando le van a sacar de casa. En los cinco años que vivió con mi yaya sólo salió un par de veces al veterinario, así que para él, cambiarse de casa e irse con una "desconocida" a sus más de diez años (unos 55 humanos) fue algo traumático. Se comió la pastilla y empezó a dar bandazos por el pasillo, como si estuviera borracho, pero a pesar de no pesar ni 4 kg., y de tragarse una pastilla entera, se negaba a dormirse. Finalmente vomitó la pildorita de marras y me lo tuve que llevar despierto.
Se pasó todo el viaje maullando, no del tipo de grito pelado, sino más bien un lamento quejumbroso que partía el corazón, y más porque durante sus primeros años de vida llegué a pensar que era mudo, pues nunca maullaba. Estuvo dos días dando vueltas por la casa nueva, sin querer comer, ni tocarme, ni tan siquiera mirarme. Pero al final se rindió ante mi encanto.
Ahora es como si hubiera retrocedido seis años en el tiempo y Calcetines es el mismo gato-perro que siempre. Tranquilo, energético, super-mega-extra cariñoso, curioso, ¡qué digo curioso, directamente cotilla! y bastante asustadizo con la gente nueva para él. A la semana de estar en casa decidí que era hora de hacerle un chequeo médico y de poner al día las vacunas, así que busqué una clínica veterinaria y le llevé. Fue ahí donde conocimos a Ojos Amarillos y donde comenzó mi ruina, pero esto lo dejo para otro día.
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