En algún momento hablé sobre esa manía que existe en España de cambiar los títulos originales de las obras por otros que a alguien, muchas veces un alguien descriteriado, le parecen más acertados. Ese es el caso de
A propósito de Abbott, que en su versión original se titulaba Abbot awaits [Abbott espera] y que tras leer el libro resulta mucho más acertado, porque Abbott es un hombre que espera que todo cambie o al menos que algo cambie.
La novela está dividida en casi cien situaciones/pensamientos que vive y tiene Abbott. Un profesor universitario de 37 años, durante los tres meses de verano en los que mientras su mujer se encuentra en las últimas semanas de embarazo y sufriendo insomnio, él tiene que encargarse de la casa, del perro y de su otra hija de dos años.
Siempre me ha extrañado, y por qué no decirlo, frustrado, que siempre que he preguntado a un hombre en qué piensa me ha solido contestar que en nada. Leo a Abbott y sus pensamientos disonantes, tiernos, crueles, indiferentes, absurdos... y pienso que si eso es lo que les pasa a los hombres por la cabeza, jamás volveré a preguntar a ninguno en qué piensa. He decidido que es mejor no saberlo. La mente de Abbott es un batiburrillo de inseguridades, de admiración, de deseos sexuales, de orgullo infantil, de rencor más infantil aún, de amor por sorpresa, de impulsos... que a veces son tan ilógicos e incomprensibles que es casi imposible transmitirlos sin perder la imagen de cordura.
No me ha encandilado, pero me ha gustado cómo está escrito, un poco al vuelo del pensamiento. No por nada su autor, el estadounidense Chris Bachelder, es profesor de escritura creativa en la Uiversidad de Massachusetts Amherst. En definitiva: no pasará al edén de los libros imprescindibles, pero si su labor era la de hacer pasar el rato con una cierta dignidad, misión conseguida.
Os dejo una de las situaciones para ver si os apetece hincarle el diente.
Abbott va a la cafetería
Aunque el calzado más antiguo que se ha encontrado tiene nueve mil años, algunos científicos creen que los humanos pudieron empezar antes a fabricar calzado rudimentario, hace treinta o cuarenta mil años. Se sabe que ya existían bombas en el año 1281 de nuestra era, fecha en que los mongoles lanzaron bolas de cerámica llenas de pólvora a los japoneses. (Los fragmentos han llegado a nuestros días.) Dos nombres, separados durante siglos, finalmente unidos. Dos conceptos fusionados. No habléis con desconocidos, le dirá un día Abbot a sus hijos, a modo de advertencia. Ni a personas que vayan calzadas. Se sienta en la cafetería con su hija en el regazo. La niña todavía tiene los ojos hinchados de haber llorado. Él recorre el atestado local con la mirada y no ve ninguna bomba. Como es un hombre moderno, sabe que eso puede significar dos cosas: que no hay bombas en la cafetería, o que hay bombas en la cafetería.
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