Septiembre llegó deslizándose entre los rayos de luz, el calor, las sandalias, los helados, el olor a cloro, la arena en las toallas, el aftersun, los incendios despiadados, el pincho y el mosto en la terraza, la paella, la galbana...
Llegó septiembre y con él la vuelta a la rutina, a la jornada laboral de mañana y tarde, a los gritos de los niños en las horas de entrada y salida del colegio, a los atascos mañaneros y vespertinos, a los comercios abiertos, a las llamadas de teléfono sin miedo a estar molestando a alguien que duerme o está en la piscina, a las clases, a la desaparición de turistas de las playas y ciudades, a la lucha del otoño por hacerse hueco y al verano por no perder su reinado, a las frutas de invierno, a las lluvias, al cambio del té helado por té caliente, a los libros de texto, a los supermercados llenos el sábado por la mañana, a las tardes de fútbol, a las nuevas temporadas de las series favoritas, a las hojas de los árboles cayendo de una en una como copos de fuego, a la recogida de la nuez y la avellana, a la berrea de los venados y ciervos en busca de novia, a la manga larga, las chaquetas de lana y los zapatos de lluvia...
Llegó septiembre. El mes de transición y de adaptación. Llegó septiembre y con él la estabilidad. Llegó septiembre y ya puedo ver, al fondo, la silueta de mis vacaciones. Llegó septiembre y soy un poco más feliz.
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